jueves, 24 de noviembre de 2011

G-20: de Cannes a Los Cabos

G-20: de Cannes a Los Cabos
Jorge Eduardo Navarrete /II
Un camino accidentado. Se ha dicho, sin exageración, que quizá ninguna cumbre internacional reciente se ha reunido bajo auspicios menos propicios que la del G-20 en Cannes a principios de este noviembre. Tan mal fario, para usar un circunloquio, ha continuado ensombreciendo las secuelas de la cumbre y otros acontecimientos de las semanas siguientes. Un acuerdo genuino de los 17 de la eurozona, que ellos estén dispuestos a aplicar a cabalidad y sin demora y que, además, resulte aceptable para los otros 10 de la Unión Europea, parece ahora, a finales de noviembre, más lejano que en las vísperas y durante la cumbre misma, cuando el asunto se consideró, de hecho, superado. Se ha confirmado el esperado fracaso del llamado supercomité del Congreso estadunidense, que no logró el consenso para reducir en 1.2 billones de dólares el déficit presupuestal, lo que dará lugar a recortes equivalentes del gasto público a partir de 2013, que anularán cualquier otro intento de reactivar un crecimiento en abierta declinación y reducir un desempleo tercamente elevado. Se ha procurado que los eventuales arreglos sobre la deuda y la moneda común en Europa se definan y apliquen lo más alejado que sea posible del escrutinio público, como pusieron de relieve tanto la reacción, entre el pánico y la cólera, que suscitó la opción de acudir a un referendo en Grecia, como la integración de gobiernos tecnocráticos, sin mediar elecciones generales, cuyo mandato ha sido definido en Bruselas y Francfort más que Atenas y Roma. En ambos lados del Atlántico se gesta una intolerancia creciente ante las manifestaciones de protesta de indignados, ocupantes y otros grupos –amplias, plurales, pacíficas–, que empiezan a ser reprimidas, vistas como un peligro y a las que se busca desprestigiar y criminalizar. Como se advierte, tras Cannes, el trayecto hacia Los Cabos es un camino en extremo accidentado.
Mario Draghi, el nuevo presidente del Banco Central Europeo (BCE) –que a las 72 horas de haber asumido el cargo, respondió a la deteriorada expectativa de crecimiento de la eurozona con una reducción de 0.25 por ciento de las tasas de interés clave–, advirtió, el 18 de noviembre, que la observancia efectiva de las decisiones del Consejo Europeo y de las cumbres deja mucho que desear: “Ha pasado más de año y medio de la cumbre que estableció el Fondo Europeo de Estabilidad Financiera, como parte de un conjunto de apoyos que sumaría 750 mil millones de euros o un billón de dólares; han pasado cuatro meses desde otra reunión cumbre que decidió que el monto total de ese fondo estaría disponible cuanto antes, y han pasado cuatro semanas desde que una tercera cumbre decidió apalancar sus recursos por un factor de hasta cuatro o cinco y prometió que serían usados de manera efectiva para asegurar la estabilidad financiera en la zona del euro. ¿Qué ha pasado con la implementación –terminó preguntado Draghi– de estas decisiones adoptadas hace tanto tiempo?” No tuvo que hacer explícita la respuesta. Quienes lo escuchaban sabían que no se han alcanzado los acuerdos de detalle que se requieren para poner en práctica esas decisiones y que existe el temor de que, cuando se alcancen, podrían ya resultar insuficientes.
El propio BCE también ha sido omiso. Sus compras en el mercado secundario de bonos emitidos por países que enfrentan ataques especulativos han sido insuficientes. Su monto, del orden de 200 mil millones de euros, es apenas una fracción de los fondos que el BCE podría movilizar sin comprometer su credibilidad ni alimentar la inflación. El riesgo es más bien el contario: que la eurozona y la Unión misma caigan en una prolongada deflación. Hay que vencer las fuertes resistencias políticas a que el banco apuntale mejor a los países endeudados y a que se convierta en prestamista de última instancia. Debe entenderse que el monto de recursos a comprometer será mayor y disminuirá la efectividad de la intervención conforme se extienda el contagio, que desde hace meses ha alcanzado al núcleo de la eurozona.
Con la rápida acumulación de malas noticias en Europa, casi se había olvidado la fecha límite del 23 de noviembre para que el llamado supercomité del Congreso de Estados Unidos acordase un conjunto de recortes de gasto e incrementos de recaudación que permitieran abatir progresivamente el déficit presupuestal en 1.2 billones de dólares. El fracaso se admitió en una declaración formal divulgada el lunes 21. Como ha advertido Paul Krugman, se manejará la noción de que este fiasco es culpa de las dos partes, siendo evidente que el obstáculo real fue la intransigencia republicana, determinada por el Tea Party y otros fundamentalistas, que rechazó todas las propuestas de incremento de impuestos, incluida la tasa adicional a los ingresos millonarios; insistió en que la reducción del déficit se alcanzara sólo mediante menores gastos, sobre todo en programas sociales, y que éstos fuesen suficientes para cubrir la reinstalación de los recortes de impuesto a los causantes más ricos decididos por el gobierno de Bush. Es probable que no puedan ser salvados de la debacle la continuidad del seguro al desempleo para desocupados por largo tiempo ni la de las reducciones al impuesto sobre nóminas. Se espera un año de acerbos debates acerca de los recortes automáticos de gasto, en especial los que afectarán al Departamento de Defensa. Estos debates proporcionarán elementos para una campaña electoral cargada de negatividad. El fracaso mismo del supercomité se leerá como otra muestra de la creciente ingobernabilidad del país y se esgrimirá como argumento de campaña contra Obama.
Una vez que se desalojó a los integrantes del movimiento Ocupa Wall Street (OWS) de la plaza Zuccotti y se decidió impedirles establecer campamentos en espacios públicos, parece haberse desatado una ofensiva en gran escala contra esta manifestación de repudio a las prácticas más abusivas de las entidades financieras y, en general, a la cada vez mayor inequidad de la gestión de la economía. Era claro que OWS había logrado –como escribió Hendrick Hertzberg en The New Yorker– un éxito impresionante al rasgar el velo de silencio que por décadas ha ocultado la desmesurada expansión de lo que bien puede llamarse plutocracia: ese uno por ciento más rico, cuyo ingreso después de impuestos se ha triplicado en los últimos tres decenios. Para detenerlo, se acudirá ahora a campañas de descrédito financiadas por los bancos y a negarle espacios de acción y opinión. La suerte que espera a los indignados europeos no parece más promisoria.
El camino de Cannes a Los Cabos, como se advierte, es muy accidentado y va a dificultarse aún más.

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