Cantandon cisnemente
Que pocos muertos van
Tras las elecciones de 1931 y la feliz espantá de Alfonso XIII, los recién
nombrados alcaldes bolchevistas de Fuentevaqueros y Pinos Puente se subieron a
una mula para irse hacia Granada. Querían ser los primeros en proclamar la
República. Se llevaron una enorme decepción cuando les informaron, de camino,
que la República ya estaba proclamada. Y regresaron a sus chamizos con esa
frustración eterna del proleta español, que a todo llega siempre un poco tarde.
Creo que los alcaldes de Fuentevaqueros y Pinos Puente se llamaban Emilio
Sánchez y Emilio Cid, y ni siquiera recuerdo si respectivamente.
Me da la
impresión de que mañana, lunes de urnas difuntas, nadie va a venirse a Madrid a
proclamar nada. Ni siquiera la República. España, quizá, ha consumido muy rápido
su joven democracia. Se nos ha caído a la arena como el helado de una niña
voraz. Los ya anticuados flashes ochenteros, estridentes, pelucones y
almodovarianos se han melancolizado como faro de Virginia Woolf, y hoy hay una
tristeza neblinosa envolviendo esta libertad y este derecho universal a un voto
color lluvia.
El pesimismo está muy bien para los particulares y los poetas,
pero cuando lo padece un pueblo entero, cuando ya no cantan las porteras ni la
juventud folla en los parques, se ensombrece la libertad. Se muere. Si es
pesimista, el derecho a voto se degrada en ansias de veto. Porque libertad no es
otra cosa que alegría y mogollón traducidos a política en las urnas.
Estos
días se ha puesto muy de moda la expresión “inyectar optimismo”. Como si la
alegría fuera un inyectable. En lugar de amor ofrecen un vibrador con eyecciones
y se quedan tan opíparos. Esta cosificación del optimismo convierte los deseos
humanos en mero objeto de mercadeo, con sus posiciones especulativas a la corta
y a la larga y sus sofisticadas expresiones anglo-yanquis muy impropias para un
bar.
No se puede decir, delante de un chinchón, me c… en el Interin Country
Manager. Los colegas se levantan del dominó y huyen junto a la parienta. Por
tanto, aunque sepas mucho inglés, no sobrevive ni el derecho al cabreo. Que el
cabreo no es pesimista. Es una esperanza a la contra, paradójica,
levantisca.
Pero hoy no quiero hablar de los banqueros, ni de los
especuladores ni de los hedge-funds, aunque son los que se han quedado con tu
risa. Hoy solo quiero hablar de Emilio Sánchez y Emilio Cid, horcajadas de
democracia a lomos de una mula. Los miro y tomo ejemplo. Qué poco muertos
van.
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