Una narración autobiográfica del Nobel de Literatura 2008
Con autorización de la editorial Adriana Hidalgo, publicamos un extracto de la primera edición al español de Revoluciones, novela de Le Clézio
J.-M. G. Le ClézioUNA INFANCIA SOÑADA
La casa de la calle Reine-Jeanne donde vivía Catherine Marro había conocido cierta grandeza, en la época en que los trenes llegados de París, de Londres o de Moscú traían a la estación, en cada temporada, un flujo de ricos ociosos, no lo suficientemente ricos para poder pagarse una villa de lujo a orillas del mar, pero preocupados por mantener cierto nivel de vida en esos barrios nuevos donde los edificios de cinco pisos y buhardillas habían reemplazado a los huertos y las chabolas de los granjeros.
La casa tenía un nombre grabado con letras de oro sobre un fondo de mosaico azul por encima de la puerta de entrada. Jean no habría podido decir en qué momento había sabido leer ese nombre por primera vez, tan familiar le resultaba, con sus cinco sílabas que lanzaban su resplandor sonoro bastante raro sobre esta fachada decrépita. Un nombre que, decía su madre Sharon, le daba risa cuando era muy pequeño y ella lo llevaba a visitar a la tía Catherine, y él lo repetía como si fuera un nombre mágico: La Kataviva.
¿De dónde venía ese nombre? Jean había pensado que de África, ¿o de las islas de la Sonda? O tal vez había imaginado que era semejante a todos esos nombres de Mauricio, que daban vuelta en su memoria, traídos por su padre y, a través de él, por sus abuelos, esos nombres raros, un poco inquietantes, como Tatamaka, Coromandel, Minissy. Más tarde, la tía Éléonore, que siempre tenía un espíritu cáustico, le había explicado que Kataviva era simplemente el nombre de una estación pequeña del ferrocarril que cruzaba los Urales, y que el constructor de la casa era, sin duda, uno de esos aristócratas nostálgicos de la época de la Santa Rusia y de sus fastos. Por eso ese nombre brillaba en el escudo azul como un icono. En una palabra, La Kataviva era todo un mundo.
En cada piso había un caso particular, que no podía ser comparado con ningún otro. La casa, a pesar de su brillo deslumbrante, le daba un poco de miedo a Jean, con su entrada oscura, la gran puerta de hierro forjado vidriada que nunca estaba ni abierta ni cerrada, siempre entreabierta, como si la mantuviera un resorte invisible y roto, lo mismo le daba un poco de miedo a Jean. A veces, algunos mendigos que lo sabían aprovechaban para establecer su domicilio en el hall, ocultos como en cartones delante de la entrada del cuartito de la basura.
Jean conoció qué era pasar por el vestíbulo. Le parecía que un aliento frío soplaba en su cuello, que una mano invisible se apretaba a la suya, para arrastrarlo hacia las profundidades oscuras de los sótanos donde nadie se aventuraba desde hacía mucho tiempo. Corría de golpe hasta la segunda puerta que se abría a un tabique en otra época adornado con vitrales gotizantes y que progresivamente habían sido reemplazados por vidrios esmerilados amarillentos.
La planta baja y los primeros pisos estaban ocupados por apartamentos amueblados, no sospechosos sino simplemente calamitosos donde se alojaba gente de paso que sólo se quedaba dos o tres meses y que nadie conocía por sus nombres. Encima empezaban los verdaderos habitantes de La Kataviva. En primer lugar, el general Hamon, un viejo irascible, que rengueaba de la pierna derecha por una herida que recibió en la campaña de Marruecos. Jean había escuchado decir que había sido intérprete de Lyautey, sin saber exactamente qué significaba. Con él vivía una española, una mujer grande morocha con un vestido con volados y peinada con caracoles, que hablaba con voz grave de hombre y que lanzaba a Jean, cada vez que tenía la mala suerte de cruzarla en la escalera, ojeadas aterradoras.
Los pisos siguientes estaban habitados por gente más común, un médico jubilado entregado al whisky y una solterona con calcetines blancos y sandalias, llamada Jeannette Picot, que paseaba a todas horas un gran perro blanco sucio.
A medida que Jean subía los escalones, guiado por la luz de la vidriera que dominaba la caja, escuchaba con más precisión el ruido, que en su ánimo había calificado el mejor de La Kataviva y que apenas se percibía al entrar en la casa; palier tras palier ese ruido se instalaba en su oreja, colmaba su espíritu y cubría todos los otros ruidos: era el grito estridente del canario que la señorita Picot había instalado frente a la pequeña ventana de su cocina que daba al palier del cuarto. La voz penetrante y triste del pájaro prisionero barrenaba la caja de la escalera y a Jean le parecía que lo atraía hacia lo alto, a la manera de un tornillo sin fin, lo tomaba del pelo y del medio del cuerpo y lo levantaba de escalón en escalón, con la cabeza caída hacia atrás, los ojos fijos en el techo transparente de la vidriera donde las espigas dibujaban cruces de san Andrés.
En la escalera todo era oscuro. El grito del canario de la señorita Picot resonaba como un mensaje sobrenatural que trataba de prevenir a Jean de un peligro o, tal vez, aprovechaba la pobreza y la soledad, esas trampas en las que habían caído los habitantes de La Kataviva, como el pájaro en su jaula. Para Jean, la voz del canario de la señorita Picot tenía un sentido que lo horrorizaba y lo atraía a la vez, lo hacía apresurarse hacia lo alto, hacia el quinto piso donde vivían los Gendre y su pensionista sordomuda Aurora de Sommerville, y las colmadas buhardillas donde estaba la tía Catherine.
Jean iba a La Kataviva, a la tarde, cuando salía de la escuela. Se había convertido en una costumbre, más bien una especie de ritual. No sabía muy bien por qué iba a ver a la tía Catherine. Tal vez para retrasar el momento de reencontrar la atmósfera pesada del apartamento donde su padre, confinado por su esclerosis, se volvía cada vez más irascible.
La tía Catherine estaba ciega, llevaba una vida solitaria en lo alto de un edificio decadente, y la madre de Jean, los otros miembros de su familia, y hasta los vecinos, todos pensaban que Jean era muy buen chico, lleno de buenas intenciones. La tía Catherine no se planteaba el tema. Jean era su amor, eso era todo. Para Jean, estaba bien, no se consideraba un muchacho excepcional y nada le provocaba más horror que la caridad.
Cuando se acercaba la hora, Catherine lo sabía por instinto, por ciertos ruidos de la calle, por otros signos que sólo ella podía percibir. Se levantaba del sillón y tanteando en la cocina preparaba los ingredientes para las torrejas: las rebanadas de pan seco, los huevos, la leche, la manteca, el azúcar negro donde mojaba una chaucha de vainilla. Siempre tenía reservas de pan seco en su armario, para los pajaritos que la pequeña Aurora le traía cada día cuando volvía de hacer las compras para el señor y la señora Gendre.
Y cuando Jean golpeaba a la puerta, dos o tres golpes ligeros, sentía el aroma del pan que se cocinaba en el azúcar. La anciana dama ciega había adivinado su llegada y a veces abría la puerta antes de que él golpease. Jean pensaba que tal vez el canario de la señorita Picot la prevenía, tenía un canto especial para decir que alguien subía por la escalera.
A menudo Aurora estaba en el palier, hacía como si acomodara cosas en cajas, en el pasillo, o bien barría pero, en verdad, Jean sabía que estaba allí para echarle una mirada furtiva cuando pasaba. Jean sentía latir su corazón más rápido pero nunca hubiera confesado que era por la joven en el palier del quinto que iba a ver a la tía Catherine.
Los Gendre eran gente especial. Habían vivido mucho tiempo en Abidjan, donde el señor Gendre era un administrador de bienes un poco dudoso. Habían vuelto a Francia a la muerte del hermano mayor de la señora Gendre, el general Sommerville, y Aurora había ido a vivir con ellos. Aurora tenía trece años cuando Jean se fijó en ella por primera vez, era menuda y frágil, con un tipo asiático muy marcado, largos cabellos negros y sedosos y ojos almendrados. El padre de Jean había contado que Aurora era euroasiática, que el señor de Sommerville había tenido a esa hija de la relación con una indochina, en la época en que estaba destinado en Hanoi. Pero su madre decía que todo eso eran habladurías, que, en realidad, el señor de Sommerville había adoptado a Aurora y la había traído a Francia al retirarse. Del general D’Adhémar de Sommerville sólo quedaba la placa de latón en la que estaba grabado su nombre en letras rameadas y su tarjeta que seguía puesta en el buzón de los Gendre, Dios sabe porqué. Aurora nunca recibía correo. Jean admiraba ese nombre, sobre todo unido al de Aurora. Era un nombre a la vez misterioso y fácil, un nombre que hacía soñar. Un día, a los once años, Jean había separado la tarjeta del buzón y, en secreto, la había puesto entre sus cosas de clase, para conservar el nombre de Aurora con él. Pero los Gendre debían de tener una provisión de esas tarjetas porque enseguida otra la reemplazó en el viejo buzón descuajeringado.
La tía Catherine recibía a Jean siempre con el mismo ritual: entreabría la puerta sin preguntar nada, y volvía a su cocina para vigilar las torrejas. Él se quedaba de pie en el pasillo acostumbrándose a la penumbra con la bolsa de papel en la mano, en la que su madre había preparado algo para la vieja tía, frutas, o un recipiente de arroz con tomate, a veces un poco de sopa en una escudilla que provenía de la época en que el padre de Jean era militar en Malasia.
Luego la tía Catherine volvía hacia él con las manos tendidas hacia delante, hasta tocarlo. Pasaba muy lentamente la palma de las manos por su cara y dibujaba con la punta de los dedos la línea de la frente, las cejas, los ojos hasta la arista de la nariz, hasta los labios y la punta del mentón. Sus manos eran flacas, secas y ligeras y apenas rozaban el rostro de Jean con una caricia que lo estremecía. Luego tendía sus manos con la palma hacia arriba y Jean ponía las suyas en las de ella, sin de cir una palabra. Cada vez sentía latir su corazón y el de la anciana dama también palpitaba más fuerte. Era un momento largo, silencioso, un poco dramático. La tía Catherine se reía satisfecha, como si todo hubiera sido una broma. Decía: “Y bien, Jean, hace un momento que te esperaba, las torrejas iban a quedar torrefactas”. Jean iba a sentarse a la cocina, en un taburete un poco tambaleante y la tía Catherine deslizaba las dos rodajas de pan dorado en su plato. “Toma, come mientras está todavía caliente, si no se va a secar.”
Título: Revoluciones
Autor: J.-M. G. Le Clézio
Editorial: Adriana Hidalgo, Buenos Aires, 2011, 606 pp.
Distribución en México: Akropolys
Mundo personal
Revoluciones es la novela que con la que Le Clézio inició un viaje a su universo personal, poblado de recuerdos de su infancia, durante la que viajó a Nigeria y tuvo como influencias a su madre, una mujer bretona, y su padre, un médico militar inglés que se fue a campaña en la Segunda Guerra Mundial.
En la novela, primera de un tríptico personal que completan El africano y La música del hambre, también están presentes lugares como la isla Mauricio, de donde también tiene pasaporte el escritor francés que vivió en México a finales de los años 60.
El libro del Nobel 2008 será una de las novedades que llevará Adriana Hidalgo a la FIL Guadalajara, del 26 de noviembre al 4 de diciembre próximos.
Visita: Expresiones
2011-11-21 06:23:00
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