Un atisbo de democracia
Robert Fisk
Casilla de votación para elegir Parlamento en el vecindario
Shubra, en El CairoFoto Reuters
¿
E
ra una dicha estar vivo este amanecer? Había llovido toda la noche, pero con el pálido sol casi invernal de Egipto llegaron las multitudes, que se formaron ante las casillas con una paciencia y un entusiasmo que avergonzarían a cualquier nación europea.
Caminé y caminé. Algunas hileras medían casi 800 metros, y la vieja y
corrupta cultura electoral del pasado medio siglo no se veía por ningún lado. No
hubo policías lanzando miradas burlonas y amedrentadoras a los hombres y mujeres
que llegaron a elegir a sus candidatos, nadie que arrojara boletas al Nilo, ni
cifras fraudulentas que produjeran otro Parlamento de pacotilla. Pero mis signos
de interrogación en la frase con la que Wordsworth expresó su efímero entusiasmo
con la revolución francesa son necesarios.
Porque la revolución egipcia también se ha tornado violenta, la dicha ha dado
paso al cinismo, los Hermanos Musulmanes se acomodan con los militares y éstos,
aunque parezca increíble, creen poder manejar el país como un coto privado, con
sus centros comerciales intactos, al igual que sus conglomerados bancarios y sus
villas de ensueño, su economía privada a salvo del control parlamentario. Y el
Parlamento por el que esos millones de egipcios votaron este lunes –y lo harán
de nuevo en otras gubernaturas de todo del país, de aquí hasta enero– no puede
formar gobierno ni elegir ministros.
En otras palabras, ¿es ésta una transición verdadera? ¿O esos viejos amigos
de Mubarak, el mariscal de campo Tantawi y Kamal Ganzouri –comandante del
ejército mubarakita, destituido y luego renombrado primer ministro– creen que
pueden remendar el país, y las elecciones de este lunes fueron otra fantasía,
comicios verdaderos por candidatos verdaderos que no tendrán ningún poder?
De que será un Parlamento de los Hermanos Musulmanes hay poca duda. Podrá
llamarse Partido Libertad y Justicia y necesitará una coalición para gobernar
–si es que los militares no son los verdaderos gobernantes–, pero sospecho que
el Egipto secular sufrió un golpe mortal luego de la revolución de enero y
febrero. La revolución existe aún, aunque las filas de manifestantes en la plaza
Tahrir son más ralas, las fotografías de los nuevos mártires de noviembre se
despliegan con mayor discreción, y la demanda de boicotear las elecciones fue
naturalmente silenciada.
A lo lejos en la avenida, el colosal muro del ejército –más parecido al Muro
de las Lamentaciones que al de Cisjordania, con bloques enormes en vez de
concreto armado– separa a las multitudes del Ministerio del Interior. Los muros
como éste tienen el hábito de permanecer en pie, de persistir muchas más semanas
de las que sus constructores intentaban. ¿Y por qué el Ministerio del Interior
es un edificio tan preciado?
¿Será porque los torturadores siguen allí? ¿Los hombres puestos allí para
trabajar sobre las criaturas que George W. Bush envió para sesiones de
interrogatorio y electrificación de genitales, así como los opositores de rutina
de Mubarak? ¿O porque los archivos siguen allí, evidencia terrible de la
colaboración Washington-El Cairo en la
guerra al terror? De ninguna manera se permitirá que políticos fisgones se acerquen a este lugar, por muy honorable que haya sido su elección.
Y los baltagi, los esbirros drogadictos a quienes la policía ha estado usando
para golpear manifestantes y someterlos a abusos, y que han vuelto a ser vistos
de nuevo en las calles de El Cairo, con sus barras de hierro en la mano, ¿dónde
están ahora? Aparecen entre los policías y luego se esfuman, la novena legión
del mariscal Tantawi, su existencia borrada de pronto, su brutalidad siempre
seguida por expresiones de pesar del
supremo consejo de las fuerzas armadasy las acostumbradas acusaciones pueriles de
manos extranjeras.
Policías y soldados estuvieron en las calles este lunes, los segundos
vigilando a los primeros, que fumaban recostados en sus jeeps, ignorados por las
filas de votantes. La prohibición de hacer campaña en las 24 horas previas a las
elecciones fue violada –militantes del partido Waft se la pasaron retacándome
las manos con panfletos– y las boletas y la tinta llegaron tarde a las casillas.
Pero nadie se quejó.
De hecho, hubo un elemento casi humorístico en todo el asunto. Sobhi Ibrahim,
constructor de maquetas arquitectónicas, se presentó en la plaza Tahrir con un
sombrero decorado con banderas egipcias, de las cuales colgaban cuatro guantes
blancos de aspecto más bien siniestro que llevaban escritas las palabras
sus votos. Ibrahim quería que los manifestantes fueran a votar.
Por allí anduvieron Sadeq al-Mowla, el cineasta documentalista, insistiendo
en que Tantawi y los 18 generales de su consejo no tienen inteligencia para
gobernar –afirmación dudosa si las hay– y el ingeniero Mohamed Abdul Mohsen,
apretando un ejemplar de un periódico de oposición, Al-Ahzeb, con
fotografías de Suzanne Mubarak y Ganzouri en primera plana. “Ella lo controlaba…
y todavía lo controla”, proclamaba en tono de lamento. Ningunas elecciones están
completas sin La Conjura.
Y tampoco, en Egipto, sin símbolos de partidos para ayudar a los analfabetos
a entender las boletas. Eran ingeniosos y en algunos casos escandalosamente
graciosos. En los carteles callejeros se podían encontrar faros, peces,
pirámides, lámparas, playeras, tractores, llaves, peines, una balanza de la
justicia y, aunque parezca increíble, una licuadora con frutas. ¿Una licuadora?
¿Quién adivinaría una razón para semejante símbolo? ¿Un futuro de abundancia,
quizá? ¿Una mezcla de fresas y plátanos, musulmanes y cristianos, un Egipto no
sectario?
La verdadera pregunta, desde luego, es quién maneja en la licuadora.
© The Independent
Traducción: Jorge Anaya
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